Elogio a la tienda de ultramarinos

Buscando Ultramarinos en Google a ver qué salía me he topado con un artículo del escritor Antonio Burgos publicado en su columna Jazmines en el ojal y de nombre Elogio de la tienda de ultramarinos. Como ya hice en su día con el artículo de Juan José Millás «Las Hadas de los pobres» en el que recordaba con nostalgia tan ilustres tiendas, pasaré a reproducir aquí el artículo de Burgos publicado el 21 de noviembre de 1999.

Elogio a la tienda de ultramarinos

EL ÉXITO COMERCIAL QUE EN MADRID ESTÁ TENIENDO MI hermana Pilar, zapatera como nuestra madre, me está haciendo coger un cierto complejo de Mienmano. Mi hermana Pilar iba antes por Madrid de hermana de Antonio Burgos. Ahora es justamente al revés, y me enorgullezco de ello en memoria de nuestra madre, la zapatera trabajadora que nos parió. Llego a un sitio cualquiera de Madrid y me dicen: «¿Tú eres hermano de Pilar Burgos la de los zapatos maravillosos?» Contesto siempre: «Sí, soy el hermano pobre de mi hermana rica, el hermano menos conocido de esta nueva andaluza zapatera prodigiosa».

Tan orgulooso estoy de hermana famosa, rica y con éxito, que me he decidido a ejercer de tal. Fui a visitarla en su tienda de la calle Lagasca esquina a Ayala el otro día, y abriéndome paso entre media Moraleja que allí estaba comprando zapatos, la invité a tomar café como suelo en sus tiendas de Sevilla:

— No sé dónde está aquí la confitería de La Campana, pero te convido a tomar café en lo que aquí las veces de la confitería de La Campana.

Cogió el bolso, dio unas órdenes a la cajera que me recordaron aún más a nuestra madre la zapatera, y disponiéndose a echarse conmigo a la calle, entre un «¿te vas Pilar?» de una clienta y un «no, voy a tomar café con mi hermano y ahora vuelvo» a otra, me dijo:

— Vamos a tomar café, pero antes te voy a llevar a una tienda que te encantará, y te voy a convidar allí a café yo, pero a un cartuchito de café de caracolillo de Puerto Rico del que a ti te gusta tomar en el pocillo matinal del Manolín de la calle San Justo de San Juan…

Y calle Ayala abajo me llevó, oh maravilla, a la Mantequería Bravo. Dependientes de toda la vida, olores de toda la vida, chacinas de toda la vida, latas de conserva de toda la vida. Le dije a la zapatera:

— Pero si esto es como una tienda de comestibles de toda la vida…

— ¿Por qué crees tú que te he traído, so cateto?

Bueno, tiendas de comestibles era demasiado extenso. El nombre era tienda de ultramarinos o tienda de coloniales. Miren qué dos palabras: ultramarinos o coloniales. Me estaban moliendo el cartuchito de café de caracolillo de Puerto Rico, y evocando estas palabras, ultramarinos, coloniales, era como si estuviera en el Viejo San Juan. Al fin y al cabo, nuestras tiendas de comestibles eran como una permanencia del Imperio en los rótulos y muestras de los establecimientos. La Cuba del azúcar cande se había perdido, se había perdido el Puerto Rico del café de caracolillo, pero en las tiendas de ultramarinos y coloniales era como si no hubiese habido nunca Desastre del 98. Esta bendita moda del rescate de las viejas tiendas de ultramarinos y coloiniales, ahora con el nombre de «delicatessen», es la mejor conmemoración de la pérdida de las colonias que hayamos podido hacer, cien años más tarde del Desastre.

Qué olores. En la calle Ayala volvía a aquellos olores de las tiendas de coloniales de la infancia. La Colonial precisamente se llamaba una tienda de comestibles de mi pueblo, donde por cierto mi hermana la zapatera puso luego su comercio, porque ésta, si la dejan, pone una tienda hasta en el Alcázar de los Reyes Cristianos de Córdoba. La Colonial, que estaba en un sitio con nombre tan colonial como la calle Tetuán, tenía un techo decorado al fresco como si fuera el patio de butacas de un teatro de cazuela. Unos ángeles negros portan alegorías del café. Cada vez que ahora los veo entre zapatos, evoco el escaparate de La Colonial, con sus cajas litografiadas de carne de membrillo de Puente Genil, con el vidrio solemne de sus tarros de aceitunas rellenas de pimiento, de pimiento morrón de toda la vida, cuando aún no habíamos sido invadidos por el Imperio del Piquillo. Los frascos con los enormes melocotones en almíbar, las cajas de caramelos de café con leche con añadido de piñones, ésos que una abonada vecina me sigue dando cada tarde en los toros, y cada tarde se vuelve a sonreír con mi comentario al rechazarlos educadamente:

— Muchas gracias, pero me han dicho que esos caramelos están patrocinados por el Colegio Oficial de Odontólogos, porque no hay empaste que se les resista…

Todo ese mundo colonial y ultramarino, aquellos olores, estaban allí, en la calle Ayala. Aquel era nuestro maravilloso mundo de las tiendas de comestibles de la infancia. En casa comprábamos en una que se llamaba La Andaluza, y tanto me maravillaba hasta el atuendo de sus dependientes, que no dejé de dar la lata hasta que conseguí que mi madre, en su máquina de coser, me hiciera en el periquete de una tarde domingo un baby de crudillo como el que tenía Luis, el dueño de La Andaluza, que en una botella de vino nos despachaba el aceite a granel, escanciándolo desde aquella máquina que parecía como una gasolinera en miniatura; el que metía la paleta de metal en los abiertos cajones con los garbanzos, las alubias, el arroz, el azúcar.

Por un momento, en la calle Ayala, volví a aquel mundo de papel de estraza, de báscula Mobba, de cartuchos. En el alfoz de la ciudad cada vez hay más grandes superficies. Pero, oh maravilla, en el corazón de las ciudades cada vez hay también más tiendas de comestibles rescatadas por el amor a las exquisiteces. Lo que en nuestra infancia era la alimentación de cada día, el modo de comprar de cada día, es ahora un delicadeza que hasta con palabra extranjera se pronuncia. Estaban allí las estanterías con las latas de foie-grass Bolado, y eran como las de nuestra infancia. Y las latas de melva canutera de La Tarifeña. Eché en falta quizá, la cizalla de cortar el bacalao, la barrica de madera con las sardinas arenques colocada como una rosa de los vientos sobre el mostrador. Pero al salir, hasta estuve por decirle a mi hermana que seguía queriendo tener un baby como el de Luis el de La Andaluza…

Me encantaría destacar que Antonio Burgos utilice dos verbos cuyo uso ha desaparecido casi por completo en el lenguaje moderno del mismo modo que las Tiendas de Ultramarinos: hablo de Convidar y Despachar; los cuales poseen un delicioso aroma a pasado y muebles húmedos.


(Nota: Me he permitido la licencia de cambiar los dobles guiones (–) que aparecían en el texto por las rayas (—) que corresponden por su lugar.)

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1 comentario

  1. Yo recuerdo haber comprado un duro de atún, te lo daban de una lata grande, y tb mantequilla la cortaban y te la liaban, ahora parece increible, esto que cuento es de los primeros 60, tenía yo unos 7 años.

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