ADRIANA.—Veo que no vuelve mi marido, ni el esclavo que mandé á toda prisa en busca de su señor. ¿Estás segura de que son las dos, Luciana?
LUCIANA.—Le habrá citado algún comerciante en el mercado y habrá comido en la ciudad. Comamos, pues, hermana, y deja de atormentarte. Un hombre es dueño de su libertad, y pues sólo es esclavo del tiempo, va y viene según el tiempo se lo permite; conque paciencia, hermana mía.
ADRIANA.— ¿Por qué han de tener los hombres más libertad que nosotras?
LUCIANA.—Porque sus ocupaciones les llaman á otra parte.
ADRIANA.— Si yo hiciese lo mismo, se incomodaría seguramente.
LUCIANA.— Su voluntad debe enfrentar la tuya.
ADRIANA.— Sólo los asnos se dejan enfrentar de esta suerte.
LUCIANA.— La desgracia castiga la libertad sin freno. Nada hay bajo el sol, nada sobre la tierra, en el mar, ni en el firmamento que no obedezca á ciertas leyes. Las hembras de los cuadrúpedos, d elos peces y de las aves obedecen á sus machos y reconocen su autoridad. Los hombres, dotados de una naturaleza más divina, reyes de la creación, soberanos de la tierra y del líuquido imperio, muy superiores á los animales y los peces, por el alma y las facultades inteelctuales, los hombres, digo, son los dueños y señores de las mujeres. Somete, pues, tu voluntad á la suya.
ADRIANA.— El temor á esa servidumbre hace que no te cases.
LUCIANA.— No; es el temor á los dolores propios del tálamo nupcial.
ADRIANA.— Pero si te casaras, querrías tener alguna autoridad.
LUCIANA.— Antes de aprender á amar, me acostumbraría á obedecer.
ADRIANA.— ¿Y si tu marido llevase á otra parte sus obsequios?
LUCIANA.—Esperaría sin murmurar á que volviese á mí.
ADRIANA.— Fácilmente halla la paciencia quien ningún motivo tiene para alterarse; por eso pueden estar tanquilos y sosegados aquellos á quienes nada contraría. Cuando oímos los lamentos de algún infeliz herido por la adversidad, le decimos que se calle; pero si hubiésemos de cargar nosotros con igual peso de dolor, gemiríamos tanto y acaso más que él. Tú, que no tienes marido ingrato que te aflija, me ofreces para consuelo una inútil resignación; pero si algún día llegaras á sufrir tales injurias, en vano buscarías en ti esa resignación tonta.
LUCIANA.—Vaya, quiero algún día casarme, aunque sólo sea para probarlo… Pero tu esclavo llega; no debe andar lejos tu marido.
Comedia de equivocaciones — William Shakespeare