Mujer geográfica

ANTÍFOLO.—¿ Quién es ella?
DROMIO.—Un cuerpo muy venerable: sí, uno del cual un hombre no puede hablar sin decir: «Muy reverendo señor.» Bien flaca suerte me cabría en esta unión, y sin embargo, es un casamiento maravillosamente gordo.
ANTÍFOLO.—¿Qué quieres decir con un casamiento maravillosamente gordo?
DROMIO.—¡Oh! sí, señor; es la moza de cocina, y con más grasa  que piel. Ni se me ocurre lo que podré hacer con ella, a menos que sea hacerla arder como una lámpara para escaparme lejos a favor de su propia claridad. Garantizo que los andrajos con que se viste y el sebo de que están impregnados calentarían el invierno de Polonia: y si viviese hasta el juicio final, podría arder una semana más que el mundo entero.
ANTÍFOLO.—¿ Cuál es el color de su rostro?
DROMIO.—Prieto como el cuero de mis zapatos, pero está lejos de tener la cara como ellos. ¿Por qué? Porque suda de modo que un hombre tendría que calzar zuecos para andar sobre esa mugre.
ANTÍFOLO.—Esa es una falta que el agua puede corregir.
DROMIO.—No, señor, está dentro de la piel: el diluvio de Noé no llegaría a limpiarla.
ANTÍFOLO.—¿Cuál es su nombre?
DROMIO.—Ana, señor; pero su nombre y tres cuartos, quiere decir, una ana y tres cuartos no bastarían para medirla de un cuadril al otro.
ANTÍFOLO.—¿Mide, pues, algún ancho?
DROMIO.—No es más larga de la cabeza a los pies que ancha de un cuadril a otro. Es esférica como un globo; podría marcar los países sobre ella.
ANTÍFOLO.—¿En qué parte de su cuerpo está la Irlanda?
DROMIO.—A fe mía, señor, en las nalgas: lo he reconocido por las aguas cenagosas.
ANTÍFOLO.—¿En dónde la Escocía?
DROMIO.—Lo he reconocido por lo ávida: está en la palma de la mano.
ANTÍFOLO.—¿Y la Francia?
DROMIO.—Sobre la frente, armada y volteada, y en guerra con sus cabellos.
ANTÍFOLO.—¿Y la Inglaterra?
DROMIO.—He buscado las rocas de yeso: pero no he podido reconocer en ellas ninguna blancura; conjeturo que podrá hallarse sobre la barba, según el flujo salobre que corría entre ella y la Francia.
ANTÍFOLO.—¿ Y la España?
DROMIO.—A fe mía que no la he visto; pero la he sentido en el calor de su aliento.
ANTÍFOLO.—¿Dónde están las Américas y las Indias?
DROMIO.—¡ Oh señor, en su nariz; completamente adornada de rubíes, escarbunclos y zafiros, e inclinando su rico aspecto hacia el cálido aliento de la España que envía flotas enteras a cargar lastre en su nariz.
ANTÍFOLO.—¿Dónde estaban la Bélgica y los Países Bajos?
DROMIO.—¡Oh! señor; no he estado a ver tan abajo. Para concluir: esta fregona o bruja ha reclamado sus derechos sobre mí, me  ha llamado Dromio, ha jurado que estaba comprometido con ella, me ha dicho las señales particulares que tenía en el cuerpo, por ejemplo, la mancha que tengo en la espalda, el lunar que hay en mi cuello, la gran berruga que tengo en el brazo izquierdo; de modo que, absorto y confundido, he huido lejos de ella, como de una bruja. Y creo que si mi pecho no hubiese estado tan lleno de fe y mí corazón tan templado como el acero, me habría metamorfoseado en perro rabón o me habría hecho dar vueltas al asador.
ANTÍFOLO.—Véte, márchate en seguida; corre al gran camino: si el viento sopla de cualquier modo de la playa, por poco que sea, no quiero pasar la noche en esta ciudad. Si hay alguna barca lista a darse a la vela, vuelve al mercado donde me estaré paseando hasta que vuelvas. Sí todo el mundo nos conoce, no conociendo nosotros a nadie, paréceme que es tiempo de alistar el equipaje y partir.
DROMIO.—Como huiría un hombre para salvar de las garras de un oso su vida, así huyo yo de esa que pretende ser mi esposa.
ANTÍFOLO.—En este país no habitan sino brujas, y por consiguiente debía ya haberme ido. Mi corazón aborrece la que me llama su marido; pero su encantadora hermana posee gracias maravillosas y soberanas; su aire y sus discursos son tan encantadores, que casi me he hecho traición a mí mismo. Y para no causar yo mí propio daño, taparé mis oídos ante los cantos de la sirena.

Comedia de equivocacionesWilliam Shakespeare

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